La licencia es un artefacto español maravilloso. A través de ella, el sector público español concede, frente a todo criterio jurídico solvente, derecho al monopolio. Del chiringuito al estanco, de la terraza tabernaria al taxi, la licencia se convierte en un fondo de pensiones, un mercado cautivo, donde apenas nadie puede entrar.
Aquí en el “xiringuito”, catalán y mediterráneo, como en todos los chiringuitos españoles, dicho sea de paso, se cumplen las notables reglas del monopolio. El precio lo pone el monopolista que, si no cubriera su coste marginal, simplemente cambia las cantidades.
Hoy, por ejemplo, en el “xiringuito” dicen que se habían acabado las aceitunas. Usted pone cara de tonto y sabe que, probablemente, no es cierto: salen más caros -es decir, generan más ingreso- los berberechos que le ofrecen como alternativa.
Es que en el monopolio los productos sustitutivos no los elige usted sino el monopolista. A cambio, un montón de chicos y chicas mal pagados, pero guapísimos, le atienden con esmero.
Lo que es, es y los cronistas no vamos a la playa a otra cosa que a contarles lo que pasa.
Y pasa que el monopolio, al producir notables escándalos de precios, provoca no pocas estrategias de resistencia por parte del mercado excluido.
Ante la ausencia de competencia, se extiende la cultura de la economía irregular: desde quienes, a modo de colas en economías de estraperlo, ocupan la primera línea de playa a hora improbable, a quienes, tirando los precios y en negro, venden bebidas, anuncian esotéricos masajes o, más aún, llevan la venta de pareos a línea de playa.
Ciertamente, la crisis ha afectado a la economía sumergida más que al monopolista y la concurrencia ha disminuido notablemente. Una vendedora de pareos, de raza inescrutable, explica que antes eran tres vendedoras, pero que ahora han decidido repartirse la semana. Lo que tiene el modo ERTE es que, en realidad, los trabajadores y trabajadoras se solidarizan entre ellos mismos.
Dice, la señora, que “todo caro, impuestos muchos” – hay que ver qué bien nos aprendemos los discursos-. Cuando le digo que ella no paga impuestos, me hace inmediatamente una rebaja que, sospechosamente, coincide con el IVA: inmediatamente, le compro uno: por fastidiar a la Montero, de los Montero de Hacienda, y a Ximo Puig, amante de que los madrileños paguemos impuestos.
El responsable del Xiringuito tuerce el morro, en realidad le gustaría vender pareos también.
Para defenderse, los competidores de la economía sumergida usan perversas estrategias para erosionar el mercado del administrador de escasez.
Observo, sorprendido, que la vendedora de pareos cobra más caro a una madrileña que a una catalana y a una finlandesa más que a una madrileña. Estrategia grupal: cobrar un precio distinto según público objetivo. Luego dice Castells que hay que hacer un master…
El del Xiringuito no se preocupa. Se defiende en este desigual combate porque dispone de un producto diferenciado: la sombra. Y, por otra parte, un argumento de marketing que podría persuadir a un carabinero de posarse en un arroz: cuando uno va a la playa, se apunta al lujo, no quiere parecer pobre y, por lo tanto, no es sensible a los precios. Usted sabrá.
La mujer del pareo se aleja a la caza de más incautos. Quién no desea venir de Catalunya con un pareo, mucho más elegante que una barretina, más barato y, sobre todo, sin que Aragonés haga caja.
Eso sí, acabo la mañana sucumbiendo a la sombra, al berberecho carísimo de la muerte y al vermú “negre”, que aquí son muy modernos, tolerantes y políticamente correctos, pero no le van a llamar “rojo” al vermú. No se confundan con la república.