“Al principio, los médicos eran muy incapaces de tratar la enfermedad, debido a la ignorancia de los métodos correctos… La mortalidad entre los que entraron en contacto con los enfermos fue la más alta… Entre los síntomas, estaban estornudos y ronquera. Y, en poco tiempo, el dolor se asentó en el pecho, y fue acompañado por tos…”. Esta frase no es del cronista ni del coronavirus, es de Tucídides: Historia de la guerra del Peloponeso. Ya ven, fue como si estuviéramos 435 años antes de Cristo.
La historia no es como la imaginábamos ni como nos la merecíamos. Tampoco éramos los mejores. Ahora, lo sabemos.
La historia siempre vuelve, como comedia o como drama. Puede ser un pangolín liberal que besó a un murciélago en Wuhan –no es descartable que se fugara de un laboratorio, para qué engañarse- o una rata que, desde Crimea o Constantinopla, desembarca en el Gran Canal de Venecia, como antaño.
Fue hace cinco años. Un tiempo muerto y para un rato. Aunque apenas sería una semanita, el Doctor Simón había hablado de tres o cuatro casos; la voz santa de TVE, patrón de la verdad de las corresponsalías mundiales, había dicho que sería poco más que una gripe. Habíamos pasado una semana fastuosa: 8 de marzo, con besos y abrazos de hermanas, gente del Atlético viajando al centro de la pandemia italiana, congresos de partidos…
Platón describió la caverna. Solo las sombras dejaban hacerse a los confinados una idea de lo real, tan vaga que si uno salía le dañaba la vista. Así era Platón, vivía sin internet y no había forma de enterarse de nada cuando estaba uno confinado.
Así estuvimos, encerrados en nuestras cavernas, siglos después. No había que asustarse, teníamos las despensas llenas y no sabíamos dónde poner el papel higiénico. Los niños enviaban guasaps y vídeos a los abuelos y abuelas.
Pero llegaban rumores, llegaba la época del distanciamiento social: es decir, crisis, austeridad y, si acaso, un poco de generosidad. Un día apareció la foto: los ataúdes nos golpearon y nos convertimos en confinados, una idea de lo real, tan vaga, que si uno salía le dañaba la vista, sombras ideales para ser engañadas.
Ahí estuvimos encerrados en la caverna, primero sospechando y luego sabiendo que nos rodeaban demasiadas sombras, sin que pudiéramos discernir entre ruidos y nueces.
Pasamos de dos o tres casos a Ferreras, diciendo que “miles de españoles” iban a morir y, ya se sabe, que Ferreras lo sabe todo, aunque no nos dijo, entiendan la ironía, lo que televisión pública española, con Fortes de guardián de la verdad, nos descubrió anoche: solo se moría en Madrid y no era el virus quien mataba, sino Ayuso, que asesinaba a viejecitos en las residencias, ha dicho Maroto, la enviada a ganar, con notable éxito, el ayuntamiento madrileño (dicen que el pánico le ha llevado a rectificar), fuera, en el resto de España, al parecer no moría nadie, no pasaba nada de eso.
El primer día en la caverna nos dijeron que saldríamos mejores, pero no sabíamos que el amigo del ministro trapicheaba con mascarillas, mientras el ministro buscaba novia por catálogo. El plasma y la autocracia se adueñaron de la política, mientras felices aplaudíamos en los balcones, cocinábamos y esas cosas tan monas que hacen los confinados.
Resultó que no saldríamos mejores, que no había expertos y que nos quedaban cien días encerrados. Y los optimistas éramos diariamente derrotados, soldados sustituyeron al doctor Simón y nos hablaban de guerra. Ya ven, tras el virus hay más polarización, menos reglas, más odio, todo es más caro y la esperanza tiende a diluirse como lágrimas en la lluvia: al fin y al cabo, hemos visto cosas que hace cinco años no creeríamos.
Todo saldrá bien, dibujaban mis nietos y nietas, en algo que parecía un arcoíris, copiando el lema de los nanos italianos. Y yo siempre me creo a mi nieterío. Así que permanecí en mi caverna y ahora ando de copas y palabras de viernes con ustedes. Al fin y al cabo, si el mundo se acaba, que nos pille charlando en torno a un vinito. No tengo tiempo para odiar, eso se lo dejo a Maroto y los de la moto. (delegados del Gobierno, candidatos ministros, y demás practicantes del odio). Me atrevo a recomendar a Cicerón: él sabía odiar bien. Pasen buen día, se lo merecen.