El histriónico, colorido y bullanguero Parlamento constituido el día 7 representa perfectamente a nuestros ciudadanos, con sus gritos, pateos, insultos, mofas a la Constitución, protagonismo de presos en mitad de un juicio y más besuqueos intencionados entre ellos y sus cuates que en un picnic playero.
Claro que también habría sido igualmente representativo lo contrario: la moderación, el equilibrio y el respeto al prójimo. En un caso y en el otro es lo que los electores habríamos votado. Y en esta ocasión nos hemos decantado por lo bufo, lo extremista, lo vocinglero y lo estrafalario. Es decir: hemos optado por ser tal como ahora somos.
Un axioma político dice que cada país tiene el Gobierno que se merece: o sea, legisladores, gobernantes y personajes públicos emanados de su propia ciudadanía. Y en este caso nuestro país se merece -y tiene- instalados en sus instituciones la mediocridad, lo grotesco y lo esperpéntico, como lo evidencian los atuendos variopintos de sus señorías, las actitudes incívicas de muchos de ellos y su verborrea incoherente y prescindible.
Insisto que el espectáculo parlamentario no es muy distinto del que se da en los programas televisivos de más audiencia, de los tartamudeos que se producen en las encuestas callejeras o de la astronómica ignorancia que se percibe en los WhatsApp de grupo.
A esto hemos llegado a base de nefastos programas educativos, de la ideologización del pensamiento y del desprecio de los políticos tradicionales, como si ellos tuvieran la culpa de nuestros males y no fuéremos nosotros quienes sisamos el IVA, trampeamos con las subvenciones o practicamos el enchufismo.
En el espectáculo parlamentario de hace unos días sólo faltaron los top-manta para sentirnos del todo identificados con el paisaje y comprobar que por fin hemos conseguido que el Congreso sea tan mediocre como la vida misma.