Por una serie de razones, llevo veinticuatro horas sin tener noticias de nada de lo que ha ocurrido ni en España ni en el mundo. No les cuento qué relajación y qué paz he tenido al despertarme sin ninguna perturbación informativa, sin angustiarme por acontecimientos que no está en mi mano arreglar, sin oír a vocingleros que pregonan no sé qué catástrofes o divulgan la vida íntima de personajes que no me interesan en absoluto.
Me he despertado, pues, sin saber si Pedro Sánchez sigue o no en La Moncloa, si hay una nueva Constitución exprés o unos Presupuestos de última hora me van a crujir a impuestos. Ignoro si se ha proclamado la República Catalana, si ha habido un acuerdo multilateral en Siria, si Donald Trump se ha metido con la madre de algún nuevo político extranjero o si la Unión Europea se ha troceado ya en varios egoísmos nacionales que van cada uno por su cuenta.
Ya ven todo lo que me estoy ahorrando, haya sucedido o no.
Esta tranquilidad, este sosiego y este silencio no tienen precio. Lamentablemente, en unos minutos estaré metido de nuevo en la vorágine de los acontecimientos, en la recepción de noticias, unas verdaderas, otras dudosas y la mayoría de ellas que son lo que ahora se llaman fake news, o sea, puras falsedades o simples manipulaciones o globos sonda para conducir la realidad hacia donde pretende el mentiroso de turno.
Observo, pues, que no estoy peor informado que antes, sino simplemente desinformado. Es que, además, en esta sociedad del espectáculo digital y la lucha por las audiencias, lo que se lleva no es decir la verdad, sino crear una interesada crispación, producir un enorme griterío mediático y tener en ascuas al personal, en vez de ayudarle a comprender mejor la realidad.
Por todo eso, esta jornada sin noticias que he vivido resulta algo impagable que, por desgracia para mí, no sé si tendré otra oportunidad de que vuelva a ocurrir.