Tenemos el Gobierno más amante del gasto público en los últimos tiempos. Un ejemplo lo ofrece el número de asesores gubernamentales, que se acerca al millar, llegando a cobrar algunos hasta los 100.000 euros.
En esta política de dispendio, todo se reduce a un sistema de pagas y paguitas, o sea subvenciones, lo mismo a categorías fijas de ciudadanos que a contingencias concretas que requieren de una adhesión de los afectados. El último y flagrante caso es el intento gubernamental de comprar la voluntad de las comunidades autónomas en el cupo fiscal a Cataluña, untando a cada una de ellas de una cantidad para que no armen el escándalo.
O sea, que por dinero que no quede es el eslogan del Ejecutivo de Pedro Sánchez, en su política clientelar de conseguir apoyos a su gestión.
Pero, ¿de dónde sale ese dinero? Ésa es la cuestión, pues no cae del cielo ni se produce solo, como parece dar a entender el Ejecutivo. Dicho dinero sale de los impuestos, a corto plazo, y de la deuda pública, a más largo plazo. Analicemos someramente una a una tales partidas.
Desde la reforma fiscal de 2019 se incrementaron el impuesto sobre la renta y el de sociedades y hoy día el esfuerzo fiscal español es un 17,8 por ciento superior al de Europa. Hay que añadir a eso no solamente la obsesión de Pedro Sánchez con los propietarios de Lamborghinis, sino su afán en gravar impuestos sobre el patrimonio, sucesiones y donaciones y su hostigamiento a las comunidades autónomas que han eliminado dichos impuestos o tienen una reducción en su tramo del IRPF.
Eso, en cuanto a los impuestos. En cuanto a la deuda pública no digamos, ya que ha pasado de un 95,5% del PIB en 2019, al 108,2% en 2024, llegando a 1.625 miles de millones de euros. Cantidad, ésta, que tendremos que pagar las actuales y futuras generaciones de españoles.
O sea, que esta política dispendiosa de ir comprando favores con dinero público no es gratuita y acabará por conducirnos a algo parecido a la quiebra.