Sánchez, la escasa calidad democrática de un Caudillo por la Gracia de Puigdemont (1)

Era martes, 17 de septiembre, cuando el Consejo de Ministros aprobó un paquete de medidas que venían a materializar las amenazas que Pedro Sánchez, autoproclamado Enamorao por la Gracia de Dios, había lanzado contra políticos, jueces, periodistas, redes sociales y medios de comunicación no afines y otros desertores del pensamiento único. Las normas tenían un espíritu tan autocrático, que a muchos nos recordaron las tenazas del franquismo, y más concretamente la Ley de Prensa e Imprenta de marzo de 1966, impulsada por Manuel Fraga Iribarne, entonces ministro del dictador Francisco Franco, autoproclamado Caudillo de España por la Gracia de Dios.

Como a muchos otros aprendices de periodistas, a mí también me tocó estudiar a mediados de los 70 en la Facultad de Ciencias de la Información la Ley de Prensa e Imprenta de Fraga, un mamotreto infumable que, sin embargo, y a pesar de todo, había representado, cuando se aprobó en 1966, una ínfima corriente de aire fresco para la comunicación entre españoles, acogotados por la dictadura. ¡Así de dura, sucia, represiva y violenta era la censura del viejo dictador!

Tras las primeras elecciones democráticas, y naturalmente después de aprobada la Constitución en referéndum el 6 de diciembre de 1978, quedaban sin vigor todas las leyes que no se avinieran a los criterios de la nueva Carta Magna, que sustituía, claro está, a ese cuerpo legal orgánico que eran las Leyes Fundamentales del Estado –como el Fuero del Trabajo, o el de los Españoles-, que daban forma a los Principios del Movimiento Nacional.

Con la democracia, la Ley de Prensa e Imprenta de Fraga cayó en desuso: se suprimieron las partes más dictatoriales y contrarias a la libertad de expresión y se tuvo en cuenta el criterio de los profesionales de la información y de los medios de comunicación sobre que, entre otras muchas cosas, la mejor ley de prensa es la que no existe. Es decir, libertad para informar y ser informado: había un compromiso más que tácito de una autorregulación de los propios medios, que tenían sus compromisos ético-morales muy presentes y contaban con asociaciones de la prensa con comisiones específicas de ética y deontología.

Todo era muy profesional, y todo funcionaba más o menos bien. En todo caso, la propia Constitución reconocía –artículo 20– los derechos de libertad de expresión y de opinión y el derecho de y a la información, básicos en cualquier sociedad democrática. Y si alguien se pasaba de los límites, allí estaban el Código Penal, o el Civil, para dirimir los supuestos delitos de calumnias o injurias, o incluso otros. Nadie quedaba desvalido, como nadie está desvalido en la actualidad.

Volviendo atrás, en términos generales, los profesores y catedráticos –los de verdad, los que pueden dirigir cátedras sin ser legos en la materia y no ilustrados, aunque sin título de presidenta consorte– de la facultad de Ciencias de la Información, tan denostada por unos y por otros -mentecatos unos, apesebrados o reptilescos otros-, se esforzaban por enseñar a los futuros periodistas y comunicadores un poco de ética y deontología y un mucho de buen hacer periodístico y de humildad.

Por ejemplo, nos alertaban contra los fondos de reptiles -‘cuidado, que pican y su mordedura es venenosa’-, contra los sobres cerrados –‘detrás de un sobre cerrado hay una compra de un miserable a otro miserable’-, contra los halagos al poder –‘no halaguéis al que tiene el poder, porque vuestra función no es halagar aunque el poder lo haga bien, porque para eso le pagamos: vuestra función es criticar todo lo que haga mal para que lo haga bien’- y en definitiva, daban por buena aquella máxima que rezaba ‘Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques’, que algunos atribuyen a George Orwell, otros a Lord Northcliffe durante un discurso en el Parlamento británico, e incluso algunos se lo atribuyen al magnate del amarillismo William Randolph Hearst, pero que parece que la célebre cita fue muy anterior: ya en 1918, el periódico The Fourth State publicó una primigenia versión atribuida a un periodista de Chicago, L.E. Edwardson, del Chicago Herald.

Llegados a este punto, no entraré a valorar lo evidente en el asunto que estamos tratando, es decir, la importancia de la cita mencionada, pero a nadie se le escapa que es contra esos conceptos generalistas y libertarios contra los que están pariendo leyes o decretos como churros los palafreneros del Gobierno de Sánchez, los cabezas de huevo de Ferraz y de Moncloa, que parecen querer sumirnos en la noche de otra Edad Media.

Como ha señalado en esta misma web Juan Berga: usted puede insultar al rey y quemar su retrato alegando libertad de expresión, puede quemar impunemente la bandera de España alegando libertad de opinión, puede incluso orinarse en la Constitución o dar un golpe de Estado a la catalana, que será amnistiado, pero no puede pedir que se investiguen las supuestas corrupciones de Begoña Gómez, la mujer del Enamorao por la Gracia de Dios, porque eso es fanatismo, fascismo, machismo, maledicencia y hasta delito de odio.

Otro sí igual de demencial: usted puede meterse con la Iglesia Católica y el cristianismo en general, puede poner a hacer de Jesucristo a una persona obesa semi-en pelotas haciendo gestos infames, indecentes e insultantes, puede acordarse escatológicamente de la madre del Papa, es decir, del obispo de Roma, y puede echar guano verbal contra el cristianismo y los cristianos en general –incluyendo protestantes, naturalmente-, porque será considerado libertad de expresión. Pero no puede ni siquiera citar el Corán o a Mahoma, ni mucho menos llamarle graciosamente fumeta, porque entra usted de lleno en un delito de xenofobia, de odio o de racismo, o de todo a la vez. Así de simple.

¿Entienden ahora lo que hacen el enamorao y su consejo de apesebrados y cabezas de huevo? Para esa vuelta que suena a control de los mass media casi al estilo de Franco –aunque ahora actualizada con elementos de la dictadura venezolana de Nicolás Maduro-, el nuevo Caudillo de España por la Gracia de Puigdemont, Pedro Sánchez, se vale de una serie de materiales que, en definitiva, son los mismos elementos que han utilizado y utilizan todas las dictaduras que en el mundo han sido: palanganeros (*) puestos ad hoc para decidir quiénes son y quiénes no son medios de comunicación, búsqueda de jueces agradecidos para frenar procedimientos o impulsarlos, registros negros de periodistas y de medios y sus accionistas al más puro estilo autocrático y, sobre todo, la publicidad institucional: regar con millones a los buenos y cerrar el grifo a los malos. Quién es bueno o quién es mal periodista lo deciden los palanganeros con carnet oficial.

Sólo otra vez en democracia se intentó un asalto tan formidable contra la libertad de expresión y los medios de comunicación: cuando el entonces presidente del gobierno José María Aznar quiso meter en la cárcel al dueño del Grupo Prisa y editor del diario El País, Jesús de Polanco. La jugada le salió muy mal al PP y hasta un juez fue condenado por ello.

A estas alturas me viene a la memoria una cita de Santiago Carrillo –ya saben, el exsecretario general del PCE- sobre la violencia del Estado contra los ciudadanos en los medios de comunicación: “Cuando radio y televisión penetran hasta en el último hogar, con una información y una propaganda orientadas desde el poder, aparentemente no realizan ningún acto de violencia; en realidad están practicando una especie de lobotomía en el cerebro de millones de personas, amputando sus posibilidades de reflexionar y de autodeterminarse libremente” [Santiago Carrillo. Eurocomunismo y Estado. Editorial Crítica. Grupo Editorial Grijalbo. Barcelona, 1977, página 172].

La falta de calidad democrática en el actual presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, y de su corte faraónica, es una realidad triste y cruel que cuenta con muchas aristas… pero eso lo dejo para una próxima entrega.

  • (*) Palanganeros: Inicialmente, persona encargada de la desagradable tarea de cambiar el agua de lavarse en un puticlub, usada aquí en sentido figurado (N. de la R.).

 

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