En la práctica, el Tribunal Constitucional sirve para enmendar la plana al Tribunal Supremo, como si fuese un órgano de casación que revisase sus sentencias. Esa deformación de las funciones del Constitucional es una desviación que desvirtúa su funcionamiento que consiste en: 1) Comprobar que las leyes sean compatibles con la Constitución, 2) Arbitrar entre los diferentes poderes del Estado, 3) Proteger los derechos de los ciudadanos y 4) Interpretar la Constitución.
Sin embargo, en la realidad, ya lo hemos dicho, sus dictámenes sirven para llevar la contra a las sentencias del Supremo, como en los ERES de Andalucía, en los que ya ha liberado a todos los condenados de corrupción, que ahora sacan pecho como si en la vida hubiesen delinquido. En seguida, con toda probabilidad sucederá lo mismo con la ley de amnistía, que el Supremo considera no es aplicable a los delitos de malversación de fondos públicos.
Esta desviación del Tribunal Constitucional viene agravada, además, por su composición, ya que tiene una mayoría progresista que se pliega a los deseos del Gobierno, aunque muchas veces sea contra el pleno sentido común. Así, con estas características, el Ejecutivo tiene garantizada la observancia de sus decisiones contra tirios y troyanos.
Lo del Constitucional sólo es uno más, pero sí el más importante, de los mecanismos que usa un Gobierno en minoría y que para que se aprueben sus leyes necesita una confusión de poderes que habilite las disposiciones más aberrantes.
No sólo está, pues, el Constitucional al servicio del Gobierno, sino que desde la Fiscalía del Estado hasta los fiscales de sala se han plegado a los deseos del Ejecutivo. Pasando, obviamente, por la Abogacía del Estado.
Pero el caso del Constitucional es el más perverso de todos, pues no solamente supone una revisión de la Constitución por la puerta de atrás, sino que impide que las normas funcionen correctamente y que cada Tribunal actúe según las reglas que figuran en su creación.